UN CAFE CON JORGE SALAZAR



por Eduardo Abusada


Había escuchado hablar de él y alguna que otra vez lo vi en la televisión. Nunca imaginé que en esa cabeza, con la piel pegada al hueso casi sin grasa de por medio, pudiera albergar tantas experiencias de vida.

Jorge Salazar fue un cronista sin igual, y me propuse entrevistarlo. Como siempre recurrí a mi amigo Fernán Salazar para que me ilustre un poco con anécdotas de la época. Me contó que Salazar había hecho de extra en grandes super producciones del cine de oro hollywoodense. De eso no estoy tan seguro, pero si mal no recuerdo cabalgó junto a Maximiliano Schell, legendario actor austriaco. Si alguien me pregunta por este actor, solo atinaría a decir que actuó junto a Jorge Salazar. Este versátil, periodista, escritor y gourmet, según el mismo me contó, tenía la ventaja de ser heredero de un cúmulo de razas y había sido educado en Inglaterra. Esta mezcla de sangres le dio un aspecto que encajaba fácilmente como árabe, indio, persa, y hasta chicano. Tal vez por eso lo convocaron para estos filmes.

Sin embargo, en aquella ocasión que debía entrevistarlo tenía una información clara sobre él, algo que lo hizo reconocible en todo el gremio periodístico. Patiño me había instruido bien, trabajo codo a codo con él, y sabía de que pie cojeaba. Y no fue este detalle, como pudiera suponerse, su extraordinaria cultura, sino que este hombre, se había levantado a las mujeres más hermosas de su tiempo. Labia, le dicen. Y viniendo de un escritor que había recorrido el mundo, ‘floro’ no le faltaba.

Lo encontré flaco y mal de salud, como siempre creo que fue. Vivía solo en pequeño departamento en Miraflores. Su hija iba a visitarlo. Ahí, arrimado entre libros viejos, Salazar seguía escribiendo y recién había publicado Los Papeles de Damasco, novela que devoré con gusto.

Había tenido problemas para coordinar las citas, pues se puso mal días ante y tuvieron que llevar al hospital. Con las mangas remangadas me franqueó la entrada. Me invitó una cerveza, pero le acepté un café.

Mi objetivo era claro, tenía que hacer que me hablé de aquellas grandes mujeres a las que había paladeado. Sabía que se comprometió con una top model inglesa en la primera noche que la conoció. Sabía que había hecho posar desnudas a imponentes actrices y modelos para la revista Caretas, en un tiempo en que el desnudo artístico era pornografía. Así pues, quería que me hable de sus mujeres.

La conversación saltaba de un tema al otro. Pero poco a poco, la buena conversa, el café frío, el inconfundible olor a humedad impregnado en aquellos desordenados y vetustos libros, me hicieron olvidar de mi pregunta principal. Navegamos entre criminales y artistas, escritores y políticos, un orgasmo de la memoria. Tanta vida reunida en un solo pedazo de hombre imaginé.

¿Y las mujeres?, le dije. “Míreme, a pesar de la vejez y la pobreza sigo siendo un gentil hombre… y un caballero no habla de sus mujeres”, contestó. Cuán pequeño me sentí. ‘Tinta Roja’, titulamos la entrevista. Hasta pronto maestro.