Diálogo con el agua

por Jorge Salazar

(Para Luis Hernández, cuya calidez ausente me hace imaginar viajes)

I
La vida podría ser hermosa, pese a la pobreza, si no fuese por los recuerdos que, como sueños nebulosos invaden mi cabeza. La imaginación. Sin embargo, entre los recuerdos imprecisos que a veces me aturden, siempre emerge uno nítido y vivo: el rostro anacrónico y los cabellos cenicientos de aquella anciana griega... Su voz temblorosa, voz sin edad, vuelve a acosarme, electrizante...

II
Ni siquiera era una aldea, pero yo andaba feliz entre ese puñado de casuchas de piedra, dominadas por el Peloponeso y las plantas... esas plantas inundadas de sol que parecían invadirlo todo.

III
Las plantas eran algo vivo allí. No figuraban como elemento decorativo. Formaban parte del vivir cotidiano de ese rincón cuarteado de historia. Eran la tierra que se mezclaba con la vida, con el hogar. La casa que yo ocupaba (refugio cedido por Andreas Giannakoulas) también era de piedra. Piedra con rajaduras. Y entre las rajaduras reventaban racimos de hierba azulada. Había también una escalera de piedra y en el borde de cada escalón estallaba una maceta.

IV
Desde el rectángulo de la ventana, su figura se fue agigantando ante mis ojos. Al principio, al verla descender desde los cerros, encorvada y vacilante, pensé que era una de aquellas enlutadas viejas que rondan por los montes. Pero al verla ya frente a la fuente y canturreando al pié del agua, me di cuenta que todas sus facciones se acentuaban, electrizaba por lo resplandeciente.

V
Salí de la casa y me acerqué a la fuente para cerciorarme. Ella, figura negra sobre fondo cristalino de piedra y hojas, conversaba con el agua. Yo no entendía el griego, pero la entendía y tal vez me hubiese quedado más tiempo si no me hubiese como oprimido la mano de Andreas que palmoteó mi hombro: ¡Vamos Jorge! En estos sitios la creen loca...

VI
Andreas me contó que, cuando la guerra, el ejército alemán irrumpió por aquellas colinas milenarias, pero ella no huyó con los demás. Se quedó para llevarle agua a las plantas. Dijo que tal vez los invasores no conocieran mucho de esas plantas y que ella podía enseñarles a regarlas.

VII
Una mañana, cuando las huestes de Hitler formaban filas al lado de la fuente desierta, ella bajó para buscar agua para las plantas. Un joven alto, rubio y afeitado, se le acercó y con señas le pidió agua. La vieja miró fijamente al soldado germano y luego de reflexionar consigo misma le tendió el viejo cántaro de barro.

VIII
El alemán le habló de la novia rubia y lejana, de la madre triste y de la rústica hermosura del cántaro. Ella, a su vez le contó la historia de esas plantas y de los hijos morenos y bellos que luchaban por una Grecia sin invasores. No se sabe nada más, pero se entendieron muy bien porque el joven alemán levantó el cántaro y lo llevó hasta la fuente.

IX
Luego, durante los largos días de la ocupación, el joven uniformado iba a buscarle el agua a la fuente, aprendió los nombres de todas las plantas y las regaba. El día que los invasores se marcharon de esos rincones, la anciana le regaló el cántaro de barro, para que riegues las plantas de tu tierra, le dijo...

X
Cuando acabó la guerra, llegó un correo oficial comunicándole que sus hijos habían muerto bajo las torturas de los germanos. No pudo explicárselo. Si los alemanes son buenos y sufren por sus novias y sus madres, odian la guerra y beben el agua de la fuente en cántaro de barro. Desde entonces sólo habla con el agua...


Revista OIGA, 14 de octubre de 1977
Columna: La calle, sí; la calle, no.