Mi extraño y amado oficio

Jorge Salazar


A mi tío Nicolás

¿Cómo y por qué acabé metido en este oficio? Confieso que me he hecho esas preguntas muchas veces y creo que nunca logro sonsacarle a la memoria la misma respuesta, la cabeza me recita algo que leí o escribí por algún lado: que las historias no empiezan nunca por donde parecen haber empezado, las historias suelen tener orígenes bien oscuros...

Pero ya metido en esa búsqueda de mí mismo, y saltando las murallas y los obstáculos con que el tiempo cerca a los más viejos, imagino que fue en la infancia, edad en la que nos inoculan todos los virus, cuando empezaron mis sueños de intentar llegar allí, donde los demás no pueden llegar.

Recuerdo que sentado en una inmensa mesa familiar, allá en mi hermoso pueblo serrano junto a Lima, Chosica, y donde los menores no podíamos abrir la boca sino exclusivamente para comer, aprendí a escuchar. A escuchar las conversaciones y discusiones que los mayores entablaban con respecto a esto y aquello que había ocurrido en el país durante el día anterior. Los mayores parecían nunca cansarse de hablar y hablar...

La fuente básica de las tertulias de sobremesa de mi familia llegaba a las ocho en punto de la mañana junto con “el tren de Sierra” que, saliendo de la estación de Desamparados de Lima, tenía como destinos La Oroya y Huancayo, haciendo un alto de media hora en la estación de Chosica, donde subían pasajeros y se descargaba el correo y los periódicos de la mañana. Como vivíamos a doscientos metros de la estación, los tres periódicos limeños: La Crónica, La Prensa y El Comercio, llegaban “calientitos” a nuestro hogar, al empezar el desayuno. Y dar el inicio de la inacabable cháchara.

“¿Será verdad lo que dice el periódico sobre las japoneses?”, “¡El papel aguata todo!”, “Yo, lo que quisiera sería hablar con los periodistas que están en la guerra, porque son los únicos que saben la verdad de las cosas”. Claro, el gran tema de esos años era la Segunda Guerra Mundial y, por lo tanto aquello, la barbarie de la contienda, ocupaba el interés central de las especulaciones y discusiones verbales de “los más grandes y viejos de la casa”. A los más chicos, supieran o no leer, siempre les correspondía, por edad y costumbres de la época, hojear los periódicos de ayer.

Pero no únicamente se hablaba en aquella mesa de la guerra, también había espacio para las películas y las estrellas de cine, los crímenes, los partidos de fútbol y las competencias automovilísticas; es decir que por allí aprendí, seguramente sin darme cuenta, que el periódico bien podría significar la vida misma, el ser humano en sus múltiples ocupaciones; el hombre en su grandeza y también en su pequeñez...

Pero no todo era coser y cantar para los “grandes”, también uno se daba cuenta de los padecimientos e impotencia que sufrían mis familiares cuando la lectura de algunas de esas noticias no les satisfacían totalmente su curiosidad y yo los veía tan indefensos como el papel que leían cuando el periódico no traía todo lo que ellos querían saber.

Si por entonces yo hubiese leído a Sócrates, les podría haber citado al admirable filósofo, que casi tres mil años antes ya lo había advertido: que las cosas importantes deben decirse y enseñarse oralmente; pues, según el pensador griego, es el único modo “en el que hay certeza”. La palabra hablada es superior al habla escrita que es sólo una imagen de la primera. Por allí, por esos días, empezaría, supongo, a comprender porque Jesús no escribía, él sermoneaba.

Y por esos días también, se metió en mi cabecita de cuatro o cinco años, las palabras del hermano de mi madre, mi tío Nicolás, que indefenso ante el papel no se cansaba de repetir aquello de: “Yo, lo que quisiera sería hablar con los periodistas que están en la guerra, porque son los únicos que saben la verdad de las cosas”.

Muchos años después, y ya metido en el oficio hasta los huesos, le conté a mi tío Nicolás de cómo sus palabras bien podrían haber sido el origen de mi profesión. Emocionado me abrazó, para luego decirme: “ya no te voy a leer más en tu columna, ahora tendré que invitarte para que tú me cuentes las cosas”. Mi tío Nicolás, hasta la hora de su muerte me invitaba a conversar a su casa. Sin querer, o queriéndolo, se convirtió en periodista. Uno nunca sabe, de verdad, cuándo comienza la historia.


Miraflores, 8 de mayo, 2008