Salazar y el orden invisible de su tierra

Por Luis E. Alvarez Alvarez

La ópera de los fantasmas* novela, con la cual Osvaldo Salazar alcanzara en 1980 el Premio Casa de las Américas, resulta, en su brevedad, obra de peculiares resonancias y de tono particularmente audaz. Ya el título mismo encierra un gesto de apariencia provocativo e inquietante. La inversión de aquel otro título bien conocido, sugeriría quizás una alusión a lo grotesco o una voluntad de parodiar. 

Sin embargo, se quiere en ella no fotografiar los movimientos terroríficos de un ser de leyenda, como en el ingenuo filme de pasados tiempos, en el que Lon Chaney con sus mil caras, sembrador de escenográficos horrores, irrumpía en la blanda armonía de un espectáculo operático, sino, muy al contrario, el novelista persigue reflejar el espanto de miles de rostros macerados, fantasmas estrictos de la vida peruana, que integran una alucinante sinfonía de crueles discordancias.

Ópera, pues, en sentido recto, será la narración, y en ella Salazar apelará a técnicas efectivamente musicales, que asignarán su partitura a principales elementos humanos de su tierra. Junto a este aspecto exacto de su título, la novela, sin embargo, asume también en él dos de sus ingredientes capitales: la ironía y el sarcasmo. La “Advertencia” que sirve de obertura asume deliberadamente la imagen fraudulenta del país: “Es bien sabido, y documentos oficiales así lo confirman, que mi país está habitado por gente amable y rosa; gobernado por nubes sonrientes y militares sabios”.(1)

Por tanto, cuanto haya de estremecedor en la narración que se anuncia advierte Salazar -sólo puede ser resultado de perturbaciones oníricas del autor, materia de sicoanálisis. Pero, justamente, se trata de que el mundo recreado tiene como savia nutriente sucesos históricos, incuestionablemente ocurridos en el Perú, hechos vivos aún en la memoria del país. El asunto, pues es de una objetividad tal, que la pretensión del autor -irónica en grado sumo- de que la trama es sólo excrecencia imaginativa, se convierte en un restallante mentís a la edulcorada pintura oficial de la sociedad peruana.

En efecto, la catástrofe del Estadio Nacional de Lima, ocurrida en mayo de 1964, es recreada e interpretada exhaustivamente por el narrador. El asunto, sin embargo, es utilizado, en realidad, como pretexto argumental para lograr propósitos más ambiciosos que el mero reportaje literario o la pesquisa a posteriori.

De la misma manera que los griegos escribieron sus tragedias sobre mitos archiconocidos por el público -de modo que llamar a Edipo rey embrión de novela policial no es sino una boutade ingeniosa- y no cabía posibilidad alguna de expectación o suspense, en esta ópera fantasmal de Salazar el lector puede, de antemano, suponer el destino general de sus personajes, continuamente explicitado, además, por la estructura y el fluir mismo de la narración. Como en la venerable tragedia helénica, serán la armonía interna y la interpretación de sucesos conocidos los puntos cardinales del acercamiento entre lector y texto.

Insisto, por tanto, en que una mirada atenta revela que el novelista no pretende en modo alguno narrar los sucesos en sí mismos, por su propio valor, aun cuando, innegablemente, resulten apasionantes por su dramatismo, sino valerse de estos como núcleo argumental, alrededor del cual se irá desplegando -más que líneas narrativas o esbozos retratísticos ancilares- una verdadera, vibrante visión de las fuerzas sociales concurrentes en el Perú contemporáneo.

Tres timbres principales marcarán esta pintura mural, de modo que van entretejiéndose en variado contrapunto: ironía, objetividad estricta y sarcasmo, en móvil combinación, darán por resultado una perspectiva cambiante y, a veces, sorpresiva. De la ironía, en que se dice -como en la “Advertencia” ya citada- exactamente, pero como en ingeniosidad pura, lo contrario de lo que lingüísticamente se expresa, se transita al polo opuesto, donde una imagen sarcástica apuntará hacia el dolor y la ira tras la tangible broma de la expresión. Esta oscilación pendular tiene su punto armónico principal en una voluntad de hallar esencias indiscutibles, de develar lo objetivo estricto que, apoyado desde los dos extremos polares, va resaltando así con fuerza incontenible.

Caleidoscópicamente son, reunidos aquí personajes diversos y bien diferenciados, Se trata, en efecto, de un descenso a las infiernos. No son solamente las fotografías que ilustran la novela las que, como pretende maliciosamente el autor, son debidas a Dante Alighieri. También está presente la herencia del florentino -llegada, naturalmente, a través de la gran novela norteamericana a lo Dos Passos y Faulkner y de la pujante narrativa latinoamericana de las últimas décadas- en la dinámica fragmentación “cinematográfica” del paisaje humano, en el travelling incesante en que Salazar va haciendo surgir sus criaturas.

No es posible, además, dejar de notar que este paisaje humano está encerrado en los límites precisos de un espectáculo concreto: el partido de fútbol del Estadio, el cual no es descrito, por supuesto, pero permanece como escenografía fundamental. Es decir, no es simplemente punto de referencia obligado, sino presencia vigiladora y constante. Vale la pena, entonces, recordar que, cuando Piero Gobetti, pensando en la España que vino a afincar raíces de conquista en el Nuevo Continente; se detuvo asombrado en la pasión española por el espectáculo -y sobre todo por los toros gallardos y sangrientos-, un peruano de agudeza penetrante halló que aquellas reflexiones del crítico italiano merecían cuidadosa atención. Aunque no lo explicitara, tal vez, al decir esto, José Carlos Mariátegui pensaba en inextricables, sutilísimos recodos de la realidad peruana, y en cómo, en alguna medida, la tradición cortesana y de fastos virreinales atribuida a Lima por la literatura de las primeras etapas republicanas en el Perú -deforme, como sus clases privilegiadas- había intentado imponer una tergiversación del orden efectivo de los rasgos esenciales de su patria. Esta preocupación de Mariátegui, apoyada en la fundamental orientación marxista de su pensamiento, está implícita también en la valoración que el ensayista diera de César Vallejo, como expresión de la anhelada ruptura con la actitud servil de una parte importante de la literatura peruana que precediera al poeta, la cual, deslumbrada por los oropeles coloniales, pretendió tantas veces reducir la tierra limeña a mero espectáculo fastuoso.

Salazar, pues, parece asumir la reflexión de Mariátegui. Su novela, ella también, tendrá un carácter de espectáculo, pero justamente para encarar el envés lacerante de un ámbito de la realidad peruana: su novela se centrará anecdóticamente en una gran “fiesta”, pero no de empolvadas marquesas o epigramáticos cronistas limeños; no pintará la corte Virreinal, sino una Corte de los Milagros que en funambulesca pesadilla reúna perfiles específicos del Perú actual, e incluso de regiones semejantes de la América Latina.

Esta particularidad tendrá redundancia en la estructura misma de la narración. En una novela en la que, propiamente hablando, están ausentes los procedimientos canónicos que la tradición ha querido imponer al arte de narrar -no podría decirse, por ejemplo, que haya un héroe plenamente definido en la novela, o, al menos, que la llene y unifique-, la armonía interna es conseguida por un procedimiento libre y de marcado carácter musical. Este es evidenciado ‘voluntariamente por Salazar, y resulta estéticamente, válido por su sentido último. En efecto, las transiciones de un ámbito social a otro, de un personaje a otro, o de un momento cronológico a otro en relación con un mismo personaje, están desarrolladas a partir de lo que pudiera llamarse un coloquio caótico, que va captando el fluir de diálogos superpuestos. Dentro de este procedimiento, cobra particularísima relevancia la utilización (con el mismo fin de marcar –y facilitar- las transiciones de tiempo, especio y personajes) de slogans y textos propagandísticos de la sociedad de consumo, empleados en toda su alienante desnudez:
 ¡Dejen pasar a las damas! ¡Dejen pasar a las damas! Y las apuestas, groserías y maldiciones se suspenden de repente para dar paso a un grupo de muchachas que, tiesas y contenidas, llevan su andar por entre las colas de aficionados. Mamacita. Ricura. Preciosa. Princesa. Sólo palabras. Las chicas cruzan invictas el apretadísimo túnel de afiebradas manos y deseos. En una contienda siempre hay perdedor, es, normal; los únicos que no tienen nada que perder son los muertos. Y los pobres. No pierda su tiempo:- compre un Seiko, el reloj de las olimpiadas. En el arco, Barrantes (aplausos); en la línea de zagueros: Guerrero, Castillo y Lara [. . .]; en la delantera [. . .] La Rosa y Kilo Lobatón (aplausos, sensación y delirio). Tarde o temprano su radio será un Philips. Luego del himno nacional...(2) 
El escenario va reuniendo voces bien diferenciadas: el militar de carrera y la chola abandonada, la estudiante burguesa y la mujer de barrio marginal, el jurisconsulto honrado, pero aprisionado por el aparato superestructural al que él mismo pertenece, y el estudiante comunista. La fugacidad con que la mayoría de los mismos cruza bajo la luz, no impide al autor distinguirlos con matices propios. Así, Segundo Villacorta tendrá una expresión básicamente diferente a la de Melasio Vázquez, por más que pertenezcan a la misma esfera social; los retratos de la mujer de Teófilo Pedroza y doña Adela, ambas cholas, reciben tonalidades peculiares: aquella, en su indefensión, resulta ser iluminada de otra manera que la vendedora de manzanas, la en el momento de la muerte, vuelve a ser imagen viva de la nostalgia de la tierra, de la convicción reiterada, en lenguaje tan distinto, por las criaturas de Ciro Alegría.

Por otra parte, el flujo incesante de estos personajes, a pesar de abarcar, como se ha apuntado ya, esferas diversas de la vida, no ya limeña, sino peruana en general, reitera, sin embargo, puntos espaciales principales: el primero, naturalmente, es el Estadio Nacional; el Segundo, de importancia menor, será el café Versailles -nombre asociado por el autor, con árido sarcasmo, al del autocrático palacio europeo-. Este lugar es descrito como “cueva poblada de caricaturas presuntuosas, sitio de dudosa elegancia, pero donde, también, se encuentran a menudo jóvenes estudiantes e intelectuales, en los que, por encima de su distinta orientación, Salazar condensa determinadas preocupaciones ante la situación del país. A pesar de sus diferencias -apenas esbozadas, por la dinámica vertiginosa del relato, pero sí suficientemente insinuadas-, flota en sus conversaciones una atmósfera común: quintaesenciando las inquietudes de estos jóvenes, el novelista hace resonar en el café estas palabras esenciales: “No sé si tendrás razón o no. De lo que estoy seguro es de que quiero protestar, construir algo, deshacer y hacer cosas, vivir”.(3) En sus ansias y en sus dudas, estos fantasmas, mayoritariamente, no trascenderán el diálogo infecundo y ocioso: “Ya están otra vez en el Versailles. Semicírculo de luz, contestando, inquiriendo, explicando astucias y excusas las caras de siempre. . .”(4)

Salazar observa y describe con objetividad implacable, pues, el otro espectáculo paralelo al del Estadio: el ambiente pintado deviene alusión más o menos velada a círculos intelectuales, además de directa referencia a los medios estudiantiles, que con ironía son descritos como bienintencionados, pero vacilantes. No, obstante, de este otro medio principal de su novela, Salazar extrae a uno de sus personajes de esencial valía: Antonio, joven comunista que el aparato represivo elegirá como víctima propiciatoria, y que el novelista erige en símbolo de confianza en el porvenir, en portavoz. César Vallejo será un recuerdo viviente y prodigioso que presida paso a paso los ideales del muchacho. Así, este declara de manera concluyente que el poeta admiradísimo es “el único que escribe y te hace sentir que lo que más desea es ayudarte con la palabra, ser útil siempre”(5)

Hay aquí mucho más que una entrañable evocación de Vallejo puesta en boca de Antonio. En el fondo, toda la novela va bordeando -hasta incidir en él en instantes precisos, como en la cita anterior- el problema de la palabra en el mundo, en la vida humana contemporánea en el Perú. Como sabiamente hiciera Platón en su vetusto Cratilo, la conclusión de esta novela es una apasionada impugnación de la palabra escueta, una advertencia sobre sus asechanzas. Este es el sentido de la utilización, a veces deliberadamente asfixiante, de trozos de lenguaje propangandísticos y periodístico: Salazar alude continuamente al fenómeno de la propaganda burguesa, de los mass-media, nuevo opio adormecedor de los pueblos, eficacísima hidra en manos de la clase dominante y del aparato imperialista. Sólo Vallejo y los hombres a él semejantes serán, pues, capaces de la palabra verdadera, dueña de un valor humano positivo. Así, también Antonio habría narrado “historias de libertad y amor“. 

El llamado del novelista es apremiante: el viejo, falaz perricholismo literario -e ideológico- ha pasado, y con el su ilusionismo espectacular y su evocación malintencionada de la realidad peruana. Rezagos peligrosos hay, como los que se agazapan en mentes retorcidas como la del comandante De los Reyes, obsesionado todavía con la lejana contienda chileno-peruana. Pero lo verdaderamente peligroso, hoy, es lo que se esconde tras las convenciones generales del lenguaje que utiliza la enorme estructura de los medios de difusión masivos, en todos los países sometidos al modo de producción capitalista, sean desarrollados o no. Así, no sólo se trata de la deformación de los hechos ocurridos aun cuando sean tan estremecedores como los del Estadio Nacional, sino también de la campaña de embotamiento del pueblo, perseguida por el aluvión de propaganda en apariencia estrictamente comercial y “apolítica”. Este aspecto del contenido se engarza gradualmente con el desarrollo de la narración y se convierte desde luego en principal asociación de un elemento formal (el caotismo de la estructura) con un sentido de alta relevancia. Porque en esta novela, en que operan como ingredientes variadas, técnicas narrativas, el autor no se aferra a ninguna por el mero placer de utilizarla. Muy al contrario, una vez, que, en efecto, la forma no responda, el ingrediente no sea imprescindible, Salazar transita hacia recursos bien distintos.

Así, la ironía, si bien procedimiento principal, es a veces sustituida por otros medios narrativos: en el capítulo V se detiene asordinada, pues la narración se centra en la figura de un personaje peculiar, Alejandro Giannakoulas, el abogado que, impulsado por su básica integridad, luchará por hacer justicia a los muertos del Estadio. Esta línea argumental será desarrollada con objetiva sencillez, e incluso con un timbre de cercanía, de simpática proximidad, que la distancia del resto de la narración. Por otra parte, no aparece aislada, sino entrelazándose “lo que ayuda a integrarla formalmente con el cuerpo de la novela- con los sufrimientos a que someten a Antonio en prisión. El relato cede entonces al contrapunto entre la tortura moral del abogado (“Alejandro Giannakoulas, juez de origen griego, tiene vergüenza de haber nacido, de ser hombre, ciudadano de un país de carniceros, payasos y fantasmas. . .” (7), y la tortura física del comunista.

La ópera de los fantasmas, en suma, reitera continuamente su carácter de pieza coral, de narración con estructura que, asentada en lo dramático, apela continuamente a variaciones musicales. Hay que convenir en que el empleo consecuente y confeso de variados tecnicismos -aun a riesgo de la mera pirotecnia- contribuye al dinamismo tanto del relato como de la lectura, así cómo a lograr esa ilusión de palpitante reportaje periodístico, entrevisto no obstante como cabal narración y como literatura con indudable oficio. El extraño suceso que Cervantes exigiera de la buena narración, está siempre presente y confundido con la historia misma, de la cual viene a ser sostén y realce. Una vez que el lector ha asumido -desde que, iniciada la novela misma, se evidencia que todos o casi todos los personajes están de una manera u otra destinados a la muerte que se halla en presencia de fantasmas redivivos, incapaces, al igual que las sombras que Odiseo hallara en su viaje de ultratumba, de expresar y explicarse qué terrible azar los ha poseído, el novelista va mostrando cómo el Perú es, en suma, una gigantesca reunión de sombras sin sentido aparente.

Y entonces, mirando rectamente estos cadáveres, los del Estadio Nacional y los de las calles coloniales de Lima “los de tanta ciudad latinoamericana amordazada-, es posible descubrir, tras el orden visible e inmediato, el orden invisible de estos muertos, las ocultas jerarquías de su vida y de su ausencia; entendemos, en esa imagen desgarrada de la tierra peruana, las palabras que Salazar concede al joven apasionado de Vallejo: “Volver a casa con una sonrisa a manos llenas, leer olvidados libros, escuchar los cuentos de los viejos, desatar a los atados; matar a la muerte, eso [...] es la revolución. Y nuestra lucha [. . .] consiste en tomar por asalto a la tristeza, y hablar, gritar, gritar por los que no tienen voz”.(8)

Este anhelo del hombre torturado cerrará finalmente la narración, al hacerse, al fin, no solo palabra, sino gesto y acción en la guerrilla.


Casa de las Américas. No. 125. Marzo - abril de 1981, pp. 176-180. 

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* Osvaldo Salazar: La ópera de los fantasmas, La Habana, Premio Casa de las Américas, 1980.
(1) Ibidem, p. 9.
(2) Ibidem, p. 68.
(3) Ibidem, p. 17.
(4) Ibidem, p. 172
(5) Ibidem, p. 52.
(6) Ibidem, p. 151.
(7) Ibidem, p. 107.
(8) Ibidem, p. 150.