Sobre "Los papeles de Damasco" de Jorge Salazar


Por Juan Ochoa López


El novelista y cronista Jorge Salazar, con su reciente obra “Los Papeles de Damasco”, reafirma su pluma heredotiana. Salazar es, ahora, un narrador romano que describe una especie de odisea mística e intelectual en busca del Jesucristo taumaturgo y profeta. Pero ojo, el cronista es un romano de linaje llamado Marcio, un joven sensitivo, inquieto, homosexual y fisonomista, que vuelca sus nostalgias históricas con prolijidad, erudición y, en ciertos párrafos, con atormentada angustia.
Su narración nos traslada a dos mundos opuestos, que Salazar establece quizás sin proponérselo: la Roma de los Césares y el lejano Oriente hacia donde apunta la historia. Pocas veces, una pluma peruana ha descrito, tan literaria y dignamente, la Roma latina de trompeta y de mármol, aquel imperio panteísta, cruel, veleidoso y vasto. Maduro en su prosa, el autor logra páginas consumadas cuando trasmite, descarnadamente, las tragedias imperiales envueltas en cuadrigas, insignias, lictores (ministros de Justicia), águilas, togas y sentencias. Marcio nos cuenta “su” Roma, que abarca desde la fértil Egipto a la bárbara Germania. Cuando Tito, hijo de Vespasiano, cruza el Arco Triunfal que hoy lleva su nombre o cuando Marcio comenta la “vocación terrestre” de la hegemónica Roma, el autor intenta y alcanza pasajes de soberbia factura.
Mas cuando Marcio, discípulo de su maestro y amante, el cretense Teófilo, marcha primero a Alejandría y luego a Jerusalén, tras el sendero mágico de Jesús, el libro ingresa en un universo extraño donde la grandilocuencia del paisaje palatino da paso a otro menos material y más platónico, que requiere de una minuciosa lectura y de una absoluta y amplia tolerancia religiosa. Salazar nos ofrece a un Jesús no mártir ni estampita católica, sino al hombre al que algunos críticos definen como el mesías terapeuta, cabalista y “nesoraya” (nazareno). Con la audacia del escritor que sabe lo que dice (de otra manera no podrían publicarse estos interesantes papeles damasquinos), el libro se refiere al Cristo político y al maestro iluminado por sabidurías esenias, que el Catolicismo tradicional rechaza.
De esta manera, el autor pasa de ser un Suetonio iberoamericano (o un moderno Sienkiewicz, creador de Quo Vadis) a un escritor que, con pasmosa tranquilidad, puede acercarnos el Zohar, la Torá, el Zend Avesta de los persas, a Gautama Buda o a los terapeutas de Qumran. La lectura de estos pasajes orientalistas debe ser acuciosa pues el Judaísmo y el Jesús “sanador” ( Mario Satz recuerda que Yehoshúa significa “salvador que sana”), mezclados con semidioses como Gilgamesh o maestros como Filón de Alejandría, requieren de un lector que lea “entrelíneas”, como cuando se lee en hebreo o en árabe. Y además, hay que calibrar bien, repetimos, al Mesías político que el libro propone, cuya doctrina de amor y fraternidad se oponía a la de los subversivos zelotes como Barrrabás, que aspiraban una Israel libre del infame yugo romano.
Por eso, este Jesús inédito, cuyo cuerpo ensangrentado desaparece pero su palabra perdura, nos llena de acertijos, de interrogantes. La Jerusalén de este libro no es aquella de la que nos habló Torcuato Tasso en sus epopeyas de la primera cruzada. Es otra, pero también es. Como este Jesús mágico de Salazar no será el de Renán, el de Giovanni Papini ni mucho menos el de San Lucas. Más se acerca al Jesús de H.G. Wells, el hombre despojado de la divinidad pero que nos lleva a ella, el orador oriental que, como bien afirmó el judío Mario Satz: “deseo ser pan y vino para sus contemporáneos como Kunt-se, Confucio, deseó ser sabroso melón para la boca de sus discípulos”. Y como lo es este valioso libro de Jorge Salazar quien ha ejecutado un texto dinámico que nos muestra, como nunca antes, una Roma y un Jesús tan desnudos, tan humanos y, al mismo tiempo, tan complejamente eternos.