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"La medianoche del japonés"

por Víctor Patiño


Este Búho escuchó hasta el hartazgo una frase sobre la situación del expresidente Alberto Fujimori: ‘Se le vino la noche al japonés’. Como por inercia recordé la novela del recordado amigo y colega de redacciones, Jorge ‘Coco’ Salazar, notable cronista de casos policiales, sibarita increíble, narrador culinario, ‘playboy’ y sobre todo escritor.

El ‘Negro’, un maestro con todas sus letras, dejó un puñado de novelas que, por esas mezquindades que corroen nuestra cultura, no han sido valoradas en su real dimensión. Salazar nunca fue afecto a adular a editores literarios. Sus libros se han vuelto de culto, son difíciles de encontrar y cuenta con una legión de seguidores en jóvenes universitarios.

Por eso, quiero compartir con mis lectores ‘La medianoche del japonés’ (1991). A esta obra la podríamos incluir en el género de ‘No ficción’, porque no solo está basada en un hecho real, sino que Salazar hizo un excelente trabajo de investigación y archivo, zambulléndose en los polvorientos ejemplares de diarios de la época en el interior de la Biblioteca Nacional y en el archivo del diario El Comercio. El caso tuvo un tremendo impacto.

Corría noviembre de 1944. París había sido liberada por las tropas aliadas de la ocupación alemana y en el mar del Pacífico, la flota norteamericana aniquiló a la japonesa en la batalla naval de Filipinas.

Era inminente el fin del conflicto. Esas noticias eran reproducidas a lo grande en los diarios peruanos, pues el país había declarado la guerra a Japón y los súbditos del emperador Hirohito eran vistos con ojos hostiles por la población. En 1940, hordas exaltadas habían asaltado, destruido y quemado pulperías, restaurantes y negocios de ciudadanos japoneses en la capital.

Ese año se produjo una masacre en una casa de Chacra Colorada, en Breña. Antes, Lima terminaba en Chacra Colorada, en lo que ahora es el bypass de Tingo María, y por allí discurría una gran acequia que surtía de aguas a las inmensas chacras. En esa zona de gente pobre se produjo el asesinato de siete personas: dos parejas de esposos de nacionalidad japonesa y sus tres hijos pequeños. Los mataron a punta de garrotazos de madera.

La escena del crimen era devastadora, con sangre por todos lados. Los cuerpos desnudos y semidesnudos los habían lanzado a la acequia. Ese es el hecho central de la novela de Jorge Salazar. El terrible asesinato de dos matrimonios japoneses y sus hijos. El autor se pone en la piel del personaje principal, el periodista del diario La Crónica, Ismael Ortega, quien en la ficción fue uno de los primeros en llegar a la escena del crimen.

Por fuera era un corralón de paredes sucias como cualquier otro del barrio polvoriento, pero cuando ingresó con la policía, se quedó con la boca abierta. Nadie sabía que esa vivienda de mil metros cuadrados y de altos muros albergaba un palacio. Tenía jardines y un estanque con peces de colores.

La vajilla era de porcelana y los muebles de cedro. Todo era lujoso. La policía detuvo a dos sospechosos, Kie Naíto y Mamoru Shimizu, este último, hermano de una de las víctimas. En tiempo récord, la policía, después de hacerle un interrogatorio ‘científico’, consiguió la confesión de Mamoru.

Al toque lo enjuiciaron y encerraron en el Panóptico (la antigua prisión de Lima) condenado a veinticinco años de cárcel, donde se convirtió en el peluquero y barbero de los presos y murió en el encierro. Hasta aquí la realidad. En la novela, el periodista Ortega no cree que Mamoru fuera el asesino, pues una sola persona no podía matar a otras siete a garrotazos, por lo que se lanza a investigar por su cuenta. En sus investigaciones sobre el brutal crimen sin resolver, que es la hipótesis del novelista, se yerguen las sombras de la temible mafia japonesa, que habría estado detrás del crimen.

Mamoru fue solo un ‘chivo expiatorio’. Luego de publicada su novela, ‘Coco’ me comentó en el ‘Juanito Barranquino’: ‘Después de tocar puertas e indagar sobre el paradero de algún trabajador penitenciario, me topé con un viejito que trabajó de adolescente como ayudante de cocina en el Panóptico. Recordaba perfectamente el día que murió Mamoru.

Alguien pagó un velatorio y un féretro de lujo, pero no había nadie acompañándolo. Solo llegaban autos lujosos y dejaban costosísimas coronas funerarias que llenaron el salón, al punto de que casi no cabían, pero en los sobres no se leía ningún nombre.

Y lo más increíble -me dijo el entrañable ‘Negro’-, es que el viejo me juró que durante los años que Mamoru estuvo encarcelado, no recibió visita de ningún familiar ni amigo’. Extraño, muy extraño. Apago el televisor.


Diario El Trome, 7 de octubre de 2018

La Ópera de los Fantasmas

Por Luis Alberto Sánchez 

La literatura ha sido siempre un juego peligroso. Refleja cabalmente las circunstancias de cada sociedad; los individuos sólo alcanzan a ponerle ligeras dosis de personalidad. Las épocas de plenitud tienden al clasicismo; las decadentes a la incoherencia, buscada o espontanea. Los poetas la captan directa o espontáneamente; los prosista, reflexiva y artificialmente. 

Pero debemos ponernos en el caso de los poetas que escriben en prosa: su expresión es, al par, directa y reflexiva. Tal es el caso de los Cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont y, Mutatis Mutandi, el Ulises de James Joyce. 

No pretendemos que La Ópera de los Fantasmas, por Jorge Salazar, iguale a las 2 obras mencionadas pero pertenece a la misma familia. Salazar -que se estrenó hace 3 años, con un libro en comandita sobre las guerrillas en el Perú- ha publicado, ahora, este nuevo libro que recoge, con ansiedad y fantasía, las peripecias ocasionadas por la famosa tragedia del Estadio Nacional de Lima, el 24 de mayo de 1964. 

Tragedia en la que murieron aplastados, asfixiados o baleados, 367 inocentes. Da grima recordar el episodio. 

DEL VERSALLES AL ESTADIO 

La saga que Salazar cuenta, tiene un impresionante taraceo de cosas irreales, reales, semi-soñadas, transcritas y clamadas. Los puntos extremos del relato son el Café Versalles en la Plaza San Martín, y el Estadio Nacional. 

Los personajes actúan verdaderamente como fantasmas. El autor utiliza un expediente que echó a andar en la novela John Dos Passos hace 55 años en su Manhattan Transfer y que Julio Cortázar ha imitado en su El Libro de Manuel: transcribir fragmentos de periódicos, aviso de espectáculos y mercancías, taraceando y salpicando la narración. Por cierto que la reiteración de una aviso de Manzan “Específico contra las hemorroides” no es un augurio de belleza ni salud mental. 

La historia avanza, jadeante, descoyuntada hasta el final en que recapitula los hechos reales y nos da la medida del drama individual de cada protagonista. Las escenas se producen en diferentes ambientes. Por cierto hay una que ocurre en un burdel, llena de alusiones coprolálicas y salaces, mucha más cruda que la escena del prostíbulo en el Ulises de Joyce. 

Salazar nos brinda un testimonio auténtico, vivido y poético, sobre un hecho cruento, multitudinario y policial. El lector se embarca, como en un tandem dramático, en una especie de carros de montañas rusas como las de Coney Island, y no se sabe cuándo llegará a la planicie. 

UN REMANSO LITERARIO 

No llega nunca. Revelando indudable temperamento lírico y destreza literaria Salazar evoca esa tragedia con pasión y vuelo que, como navegante experto, resiste los embates de olas que el mismo fragua y, desde luego, como sin querer, alude a la acusación contra el partido comunista, al cual defiende sin declararlo, como una consecuencia natural de los hechos mismos y de la intención de la policía. 

Entre la cantidad de narraciones voluntarias opacas y retrasadamente neo - realistas que han aquejado nuestra literatura en los recientes últimos 15 años, el libro de Salazar parece un remanso. 

Paradójicamente, porque lo es pese a las tempestades que sacuden sus aguas de todos modos refrescantes y abiertas a la imaginación. 


Expreso, Diciembre de 1980

Crimen de medianoche

Comenta Luis Jochamowitz

El crimen, por más cruel, inhumano o morboso que sea, siempre encarna una fuerte dosis de misterio y fascinación. Ese lado oscuro del ser humano que escapa al entendimiento o la razón, siempre ha ejercido un atractivo singular que es recogido en las crónicas negras. Pero el crimen, como todo lo que forma parte de nuestra historia, también es digno de ser novelado. Así lo ha entendido Jorge Salazar, periodista, novelista y profesor universitario, quien además de ser uno de los más destacados cronistas policiales del país, ha escrito varias novelas, la última de ellas “La medianoche del japonés”.


La trama gira en torno a uno de los crímenes más sonados e importantes de la historia policial del Perú, el asesinato séptuple de dos familias de migrantes japoneses ocurrido en Chacra Colorada, en 1944. “Los crímenes son autobiográficos y reveladores de una época. Sin duda, este es el crimen clásico y representativo de la década del 40”, remarca el periodista Luis Jochamowitz.

 El personaje es un universitario que hace sus pinitos como periodista en el diario La Crónica y descubre que, tras el horrendo y enigmático crimen de los nipones, existe toda una historia de venganza, honor y lealtad, que tiene su sustento en la tradición de una cultura milenaria. El periodista hace suyo el caso y se obsesiona por descubrir, más allá dela versión oficial de la policía, el porqué del homicidio, con lo cual intenta reivindicar a su personaje. El autor por su parte, parece identificarse con el joven protagonista, lo que hace, según Jochamowitz, que la novela tenga algo de autobiográfica.

“Es natural que ocurra que el autor trate de reivindicar a sus personajes. Cada vez me convenzo más que detrás de cada gran criminal hay un gran periodista o un medio de comunicación. Existe una relación muy cercana entre criminal y periodista, ya que este último recoge la historia, le da forma y finalmente redondea el caso”, sostiene. Las vías de identificación usualmente terminan mejorando al criminal o atribuyéndole una aureola de protagónica heroicidad.

La novela tiene además la particularidad de intercalar episodios históricos que describen el contexto mundial en el que se desarrollan los hechos. “El caso se complica conforme avanza la investigación, puesto que se descubre que era solo la punta del iceberg de un problema mayor. Consideremos que todo sucede en medio de una política represiva contra la colonia japonesa de entonces”, comenta Jochamowitz.

El libro desnuda toda una realidad poco divulgada en nuestro país sobre la situación de la que fue víctima la comunidad nipona, cuyos miembros fueron declarados por el gobierno peruano como ciudadanos no gratos, debido a los episodios de la Segunda Guerra Mundial. Encarcelamientos, deportaciones, confiscación de negocios, entre otros vejámenes que, en el fondo, tenían su raíz en el racismo de una ciudad intransigente como lo era la Lima de los 40.

“Tenemos tan pocas referencias de nuestra historia más inmediata que esta novela resulta cautivante, pues aporta mucha investigación y documentación, sin dejar de lado la imaginación y documentación, sin dejar de lado la imaginación del autor”, opina Jochamowitz, quien además resalta la agilidad del lenguaje que Salazar emplea para narrar esta enrevesada historia de crimen y venganza.


Por Ana María Mejía Rusconi
Mira / Diario El Sol, 1996



El Evangelio según Salazar

Por Jerónimo Pimentel 



Cristo no murió en la cruz. Se publica “Los Papeles de Damasco”, la nueva novela de Jorge Salazar que inaugura el sello editorial Suma en Lima.

Cinco de las diez teorías más peligrosas del mundo, de acuerdo con el portal www.edge.org –que alberga a buena parte de la élite científica global–, están relacionadas con dilemas metafísicos: la materialidad del alma; la posibilidad de asir racionalmente a Dios; la capacidad de entender el universo; de afrontar que estamos realmente solos en él; y, finalmente, afrontar el hecho de que lo que más abunda cósmicamente es la nada. Para no doblarse ante el horror que provoca la suma de dichas ideas se requiere, en la mayoría de los casos, de un sistema de creencias, que provea de sentido y orientación (algunos le dicen religión). 

Por eso, así como el siglo XIX fue de la máquina y el vapor, y el XX estuvo marcado por la bomba atómica, el XXI será el de la búsqueda espiritual. Lo asegura Jorge Salazar (Lima, 1942), acaso lo más cercano que ha tenido el Perú a un escritor de pos-guerra, mientras ofrece aquello que no puede faltar en un hogar revestido con una biblioteca selecta: buen café. Su jean descolorido coronado por un gorro de AC/DC (para más oscurantismo, ‘Back in Black’) cobija una figura desgarbada de maneras finas, casi anacrónicas en un país que grita cuando quiere hablar y calla cuando debe exaltarse.

Pero Salazar no ha callado nunca, más bien, su obra es una viril reafirmación de la palabra a través de una de las exploraciones más originales que ha legado la segunda mitad del siglo XX peruano. Viril, porque los que escribimos, más allá de cómo nos vaya, nos enfrentamos con nosotros mismos, cuando la mayoría de la gente pasa por la vida y no se da cuenta de nada. Reafirmación de la palabra porque ‘Los Papeles de Damasco’ (Suma, 2006), nueva novela en la que plantea una relectura de los últimos días de Jesús a través de los ojos de un cronista romano, tienen una sola intención, convencer de que cualquier hombre puede curar porque tenemos eso que Jesús tenía, la palabra. Cuando Él dice ‘Levántate Lázaro’ no usa nada más que la palabra y ese es el milagro. Cualquier hombre, si hace un esfuerzo, puede ser como Jesús.

El Código Salazar

A raíz de una luna de miel que lo llevó a Sudán allá por los 70s, entró a un templo –que misteriosamente se parecía al bar La Capilla– donde contempló una inscripción referida a Claudia Prócula, la esposa cristiana de Poncio Pilatos. Despertado su olfato periodístico, la libre asociación de ideas y un poderoso sentimiento infantil (sufría mucho de niño en semana santa y siempre esperaba que viniera el Sétimo de Caballería y Lo salvara) le llevó a investigar acerca de ciertas contradicciones expuestas por la versión católica romana oficial. Como aperitivo, sólo dos: (1) No hay crucifixión de tres horas. La crucifixión es una pena que para la época de Cristo ya tenía 1 600 años, la practicaban los fenicios. Se trata de una pena con tortura, el crucificado tiene que agonizar de 4 a 6 días para que sufra y sirva de escarmiento. 

Por eso no acepto la muerte por crucifixión. Si lo hubiesen querido matar en tres horas lo asaetan, le cortan la cabeza o se lo dan a los judíos para que lo apedreen. (2) Dicen que Judas vende a Jesús por 30 dinarios de plata. Nunca creí eso. Judas era el contador, el sponsor del movimiento. Y además, a Jesús lo conocía todo el mundo, no tiene sentido delatarlo. Es como decir ahora: ‘señálame al presidente Toledo’. Jesús, el domingo anterior, había entrado triunfal en Jerusalén. -Ha aparecido ‘El Evangelio de Judas’ donde se baraja que Iscariote, más que traicionar a Jesús, sacrificó su lugar en la historia para cumplir el destino trágico de Cristo.

–Yo leí ‘El Evangelio de Judas’ hace décadas en Hungría, me lo tradujo un estudioso polaco. He leído muchos evangelios gnósticos.

Esto, más un oportuno manuscrito hallado en Damasco en uno de sus muchos viajes (también pasó por Medio Oriente, El Cairo y Alejandría), le permitieron desarrollar a lo largo de tres décadas interrumpidas en este volumen que abarca historia, leyendas europeas y esoterismo una conclusión paralizante: Jesús no murió en la cruz. Quienes han podido leer el libro no sólo aseguran que ‘Los Papeles de Damasco’ es la mejor novela de Salazar, sino que si éste fuera inglés, por la vigencia del tema y la calidad literaria, en este momento sería millonario.

La vida de Jesús y sus últimos días han sido un motivo recurrente entre los escritores, y sus antecedentes se pueden rastrear desde la inquietante Barrabás (1950) del sueco Pär Lagerkvist, al suceso editorial El Código DaVinci (2003) de Dan Brown, cuya versión fílmica a cargo de Ron Howard está a punto de aparecer bajo una almohada de 40 millones de copias vendidas a base de marketing, una trivia pocas veces tan trivial y la más superficial teología. Pero así como Norman Mailer se atrevió a escribir un testimonio de Jesús en primera persona en El Evangelio según el Hijo (1998), Salazar ha optado por echar mano de otra de sus obsesiones, la prensa, para tal propósito.

En efecto, la narración, superado el preámbulo que puede pasar por alto el lector de novelas, plantea la indagación de un periodista romano –¿cuándo no?– en problemas que, junto a su maestro y amante griego, se adentra en la rebelión espiritual surgida en Palestina. Éste será el punto de partida para verter los hallazgos históricos de Salazar a la vez que se reconstruye la inmensidad de Jesús, lo que sirve de punto de inflexión para develar eso que Malraux llamaba la condición humana, su usual ceguera y también la liberación a través de la palabra, o sea el conocimiento, o sea la verdad.

Y es que las preocupaciones de Jorge Salazar responden a las de un escritor de su tiempo. Y en un mundo pos Hiroshima el leit motiv es la muerte y la moral. No en vano Salazar ha dedicado buena parte de su obra al tanatos, ya sea en forma de sedición política (Piensan que Estamos Muertos –junto a Alaín Elías, 1976), reelaborando la tragedia del Estadio Nacional (la genial y perturbadora La Ópera de los Fantasmas– Premio Casa de las Américas, 1980); presentando ese compendio aterrizado de asesinato y psicología forense (Poggi, la Verdad del Caso-1987) o teniendo al crimen como múltiple homologador histórico (La Medianoche del Japonés-1991). Amén del primer compendio de crónica policial peruana (tres tomos de Historia de la Noticia), que apenas le ha dejado destilar su eros en una joyita que disfrutarán especialmente los sibaritas de las letras, las recientes Crónicas Gastronómicas (2004).

Inclasificable e insular, Salazar ha superado despreocupadamente la vida de cenáculos que exige Lima para sus figuras menos dotadas, a través de una prosa trepidante donde el nervio supera la asepsia formal a la que aspiran muchos escribas hoy. De la misma forma los ecos de sus personajes atribulados, moralmente perturbados y siempre incómodos tanto en sus roles de perpetradores o testigos, apenas refieren a aquel muchacho criado en Barrios Altos al que sus padres tenían por maricón prostituible por saberlo aficionado al baile.

–¿Y cuál es tu búsqueda espiritual? ¿Cómo resuelves el tema de la muerte? ¿A qué le temes?

–He sido medio administrador de un puticlub en Madrid y me han operado el corazón. Vivo de lo que escribo.
¿Qué más? ¿Miedo? Sí, tengo miedo porque soy un peruano que ha tirado pelota en Cocharcas y este tipo de trabajo lo hacen los alemanes -ironiza.

Y en seguida se corrige. Y mientras termina de chupar un Chesterfield que definitivamente no debió fumar empieza ese momento sobrecogedor en el que un artista dice exactamente lo que quiere decir, y uno, empequeñecido por la oportunidad y el privilegio, escucha como un apóstol próximo a un predicador, un sanador dirían los esenios, porque las palabras curan: No temo a la muerte. La muerte para mí es dejar de ser lo que uno eligió.

Foto: Sergio Urday


Charlas en soledad

Juan Ochoa López


Diversos libros escribió Jorge Salazar en vida, los suficientes como para recordarlo como una de las más prolíficas plumas de este país poco propenso a leerse a sí mismo. Cronista urbano y, por lo mismo, universal, su paso por el periodismo limeño no fue anónimo. Jorge ejecutó algunas crónicas policiales bastante estilísticas y consumadas, ascendiendo a la condición de maestro local, de un género tan humano y contradictorio como él.
En todo caso, en esta compilación “Charlas con Soledad” no aparece el novelista, ni el cronista policíaco ni mucho menos el gourmet que guisaba sus notas gastronómicas con singular talento. “Charlas con Soledad” es, simplemente, el testimonio breve del articulista sensible, sucinto y profundo, que escribió notas cotidianas sobre diversos sentimientos y juicios extraídos del cofre de la memoria y del corazón, pequeñas letras dirigidas a una hija, Soledad, tan misteriosa como presente. Jorge habla de poetas o de películas, de renaceres o de frescos olvidos, pero siempre como el escritor doloroso, vital, auténticamente comprometido con la palabra, como verdaderamente fue su vida de cronista y creador.
Entonces, como redactor que es, afronta sus verbos con esa prolijidad que le era característica, pues si de algo pudo complacerse Jorge es del manejo oficioso de los vocablos que tuvo y que le permitía enhebrar crónicas tan lúcidas. Sus “Charlas con Soledad”, además, no hostigan, pues ya referimos la sabia brevedad de sus párrafos. Y son, en conjunto, un espejo del hombre que puede, dejando su pluma al arbitrio de la imaginación, trascender a pesar de lo baladí de algunos de sus temas, que Salazar enaltece por obra y gracia del talento.
La majestad de su palabra carece de nacionalidades. Jorge fue un hombre de esquina, de barrio, de ecran o de aeropuerto, no de ayllu o de selva. Cemento y poeta se juntaron, Lima, Madrid, Berlín y hasta El Cairo, pero siempre urbe, siempre tan metrópoli y tan libro, como Borges o Shaw. Por eso, él escribe para los hombres y mujeres de dantescos dolores, para los que cantan, los que pintan grafittis, los revolucionarios, los toreros o los clowns. Para los que no creen ni en sí mismos, para los suicidas, para los filósofos o para los obreros. Para los que están solos o quisieran estarlo. Para todos ellos es este libro: “Charlas con Soledad”.

Charlas con Salazar



Por Jesús Pinedo 

Al leer “Charlas con Soledad”, no se puede observar la rigurosidad del historiador ni del archivero que se llena de datos, fechas y lugares periodísticos. No es una recopilación de noticias, sino de minucias trascendentes, elevadas a ese pedestal precisamente por el talento de quien las fabrica. El periodismo, hasta hace dos décadas, podía transformar la hormiga en personaje. Puede hacerlo aún, aunque para ello se requerirían 10 o 12 Salazares. Por ejemplo, en uno de los textos aparece el poeta Juan Gonzalo Rose en un café y es, precisamente, porque Jorge lo elige y lo suscribe, sin necesitar de adornarse con versos del vate tacneño. No se analiza la obra literaria de Rose. A Jorge le basta, sobradamente, el hombre y la circunstancia. Con ambos tesoros, urde la nota y le da vueltas, como el gatito a la pelota de lana. Al final, supimos quién fue Rose y quién fue Jorge Salazar.

Además, el periodista se confiesa. Reconoce que escribir es la esencia, es el acto más puro del ser. Y comparte tan auténtica confidencia con el lector. Lo involucra al texto, a la charla y le va contando sobre el acto de morir o de seguir siendo siempre. En un par de textos Jorge se frena, como los toreros antes de la estocada, hasta titubea o le queda corto el papel, pero la faena ya se hizo. Salazar, hace del corazón y de la arteria dos religiones vívidas. Ese es el valor de estas “Charlas con Soledad” necesariamente leíbles e indiscutiblemente inolvidables para los que alguna vez las disfrutaron en su estreno. Y para los que no la leyeron en el papel periódico, ya salió, de los talleres de “Pilpinta”, esta edición mínima para un periodista máximo: Jorge Salazar, cronista, amigo y gourmet de la palabra.

LA OPERA DE LOS FANTASMAS de Salazar

LA OPERA DE LOS FANTASMAS
Salazar, Osvaldo Jorge
Premio

(180 pp., 120 x 190)
Diseño de portada Umberto Peña,

Sobresale en esta obra la gran capacidad de síntesis del autor, el ágil manejo del tiempo, un extraordinario vigor narrativo e ironía en la creación de personajes.

OSVALDO JORGE SALAZAR, (1940-2008) Escritor, historiador, periodista, bailarín y profesor peruano que desde muy joven emigró a Londres donde vivió, estudió y trabajó. 

Con su compañía de Danza Flamenca viajó por Francia, España, Alemania y Estados Unidos. A su regreso a Perú formó parte de la mayoría de los diarios nacionales y continuó su colaboración con otros rotativos foráneos.

Fue investigador y analista del fútbol nacional e internacional. Fue asesor y colaborador de UNICEF en temas deportivos y editó varios libros con temática deportiva.

Es considerado el primer catedrático gastronómico peruano, compiló libros sobre la culinaria nacional y fue representante del Perú en el gran simposio internacional realizado en España para celebrar el V Centenario del Descubrimiento de América: Canarias, en la ruta de los Alimentos.

En 1980 ganó el Premio Casa de las Américas con la novela “La Ópera de los fantasmas”.


 Catálogo Fondo Editorial Casa de las Américas

La poesía de "La ópera de los Fantasmas",

Por Humberto Li Verástegui 


Para el poeta, recordar es vivir. En el Perú, cuyas tragedias colectivas se acumulan en pirámide, recordar es sufrir. Quizás por ello la ironía –que llega a la acrimonia- impregna el espíritu criollo y por la misma razón, probablemente, la indiferencia pugna por desalojar la tristeza en el retablo andino.

La ópera de los fantasmas –Premio Casa de las Américas 1980- es un largo discurso sobre una época – los primeros años de la década de los 60- cuyos personajes han sido extraídos de ese museo humano que es Lima, concebida a su vez como una gigantesca torre de los milagros y la antesala de una Calcuta mestiza. Jorge Salazar –su autor- recuerda, con indescriptible dolor, un episodio que no por infame deja de ser ardientemente testimonial de lo más asqueroso de la imaginería histórica nacional: la masacre perpetrada en el Estadio Nacional en 1964.

El discurso es, en su mayor extensión, una crónica periodística, pero que incluye fragmentos de la mayor técnica cinematográfica-literaria: los recuentos de los jóvenes estudiantes limeños o la escena en que el curandero inventa un rito instantáneo para revivir al infante abaleado.

Yo no sé si es una novela o un testimonio, o quizás un infernal canto de gesta; o bien una crónica novelada. No lo sé. Ni me importa. Porque a mí, al igual de quienes han convertido a “La Ópera de los Fantasmas” en un best seller, la obra me ha impresionado; es decir, he sentido la belleza que expresa, aunque sea la belleza del dolor, de la muerte y de la locura individual y colectiva, tan contraria a la concepción apolínea de la belleza.

Pero, lo más importante, las páginas de Jorge Salazar retrotraen imágenes del pasado con la tersura de las metáforas negras de García Lorca –cuyo “a las cinco de la tarde” es la apertura para la reproducción en la mente del lector hispo americano de toda una escenografía y una historia nacional-, permitiendo que a la palabra escrita se sume la memoria del lector.

INSTANTE DE LOCURA

Toda novela, crónica o cantar requiere una clave. Cuanto más simple la clave, más universal la comprensión. Contrario sensu, menos conocida la clave, menos posibilidad de universalidad. La novela de Salazar requiere una clave conocida solo por una generación, de una misma ciudad, Lima. Sin embargo, tras los personajes tan nuestros, se esconden arquetipos universales: el joven teniente Sánchez es –a mi juicio- la expresión de los millones de jóvenes que se suicidan en el mundo por no entender la sinrazón del poder.

Pero, aparte de los méritos literarios que críticos como Alfonso La Torre o Ismael Pinto pueden juzgar con instrumental profesional, “La Ópera de los Fantasmas” es la denuncia de un hecho inclasificable que fue soterrado por un cobarde silencio durante 16 años, tanto en la dictadura, y cuyos responsables fueron protegidos por un Poder Judicial corrupto y la equivocada concepción de la solidaridad que tuvo la Guardia Civil.

RECUPERANDO LA FE

Gracias a Jorge Salazar –algunos de cuyos rasgos biográficos se filtran en la pasión de un pueblo expresada en “La Ópera de los Fantasmas...”- hemos, los lectores y yo reincorporando un episodio silenciado, pero necesario para la comprensión de muchos de los posteriores desgarramientos de la conciencia nacional.

Porque solo teniendo en mente la magnitud de una locura aberrante podemos, verbigracia, explicarnos la degradación colectiva que permitió la sobrevivencia cívica de un cínico ministro de Gobierno y la demencial arbitrariedad de un dictador esquizofrénico.

Pero también podemos comprender que, sobre la putrefacción histórica, se alza la lozanía de la esperanza. Aunque se nutra de la desesperación y la angustia que magistralmente describe Salazar.

Diario Expreso, 21 de diciembre de 1980.

"Coma y punto": Selectos aperitivos literarios

 por Jorge Paredes Laos


"Coma y punto" (Aguilar, 2015)


A veces la buena mesa no está hecha solo de ingredientes sino también de palabras, de historias, relatos y leyendas que nos remiten a los orígenes de culinarias exquisitas o a la invención de potajes, utensilios, manjares y sabores que se pierden en el tiempo. Esto es lo que nos cuenta el recordado periodista y escritor Jorge Salazar a través de pequeños textos que son algo así como selectos aperitivos literarios. Breves apuntes que se leen con curiosidad, apetito y rapidez.

De esta forma nos enteramos, por ejemplo, que la comida rápida no fue inventada en las apuradas calles de Wall Street, sino en la lejana Mongolia del Gengis Kan; o que, gracias al genio de Leonardo da Vinci —quien trabajó también en una taberna—, la humanidad puede disfrutar hoy de las bondades del tenedor.

Asimismo, descubrimos por qué los chinos jamás utilizan el cuchillo a la hora de comer (lo que se debe a una máxima oriental que sostiene que “la mesa es un lugar de regocijo donde no debe tener cabida nada que recuerde violencias o agresiones”) o cómo en medio del infierno del holocausto judío algunas mujeres jamás olvidaron la transmisión de recetas y secretos de cocina, mientras iban a las duchas para no volver jamás.

"Coma y punto" es una selección de las columnas que el buen Coco escribió durante distintas etapas de su vida basadas en su pasión por el arte de comer, en sus múltiples lecturas y en sus viajes legendarios alrededor del mundo. El último de los tres capítulos del libro está dedicado a nuestra gastronomía antes del boom. Ahí el autor da su receta para desarrollar una “gran cocina” en el Perú. En el prólogo —firmado en febrero del 2008, cuatro meses antes de su muerte— el cronista dijo a manera de despedida: “No sé hacer nada fuera de escribir, bailar y cocinar”. Aficiones y oficios que los lectores, sin duda, le agradeceremos siempre.

Palabras para explicar cómo se cocinó "Coma y Punto"


Sucedió en el verano de 1947, tenía siete años. Hasta hoy no consigo ampararme de aquella tormenta; todavía me oprime aquel día en que mi madre intentó hacerme comprender que por razones de salud, su asma, tendríamos que separarnos.
Mi mamá se marchaba a Chosica. Mi padre se quedaría conmigo en esa casa larga y húmeda. Tendría que ser obediente… fueron sus últimas palabras. Me besó para luego asomar la belleza de su rostro por la ventanilla del coche. Yo ya había llegado hasta mi balcón, donde me atornillé con los ojos abiertos y vaciados. El auto arrancó y se marchó.
Mientras contemplaba cómo desaparecía el vehículo, sentí que una mano cogía fuertemente mi cintura. Era mi ama, Adela, que me asía con fuerza para evitar, supongo, que me lanzara desde mi atalaya. Pero eso no podía ocurrir, empezaba a vivir en mi país, es decir a maldecir a dios.
El pequeño Coco con su mamá Luz
En aquella casona me sentía un ser clandestino. La única pieza sin maleficios era la cocina. Allí, en ese centro de ahumadas paredes sobre las que relucían el cobre y el aluminio de las cacerolas, conspiraban a diario la cocinera y la joven provinciana encargada de cuidarme. En ese refugio que fue la cocina estaba a salvo de la tristeza.
Me sentía radiante observando el chisporroteo que brotaba de los carbones encendidos, las llamas reverberaban sobre los rostros de esas sacerdotisas. Me pasaba horas y horas con la mirada fija en el fuego, esperando no sé qué milagro. Salía de allí feliz, con los ojos enrojecidos y el rostro cubierto de cenizas.
Apagados los adioses, empecé a conformarme con imaginar el reencuentro con mi madre, a esperar el día siguiente y el milagro de su cariño. Tuve que esperar mucho; pero aprendí creo, a vivir lo cotidiano con la esperanza de un mañana encendido como ese fuego que abriga y da vida. Pienso que así empezó todo.
He viajado desde temprano y no sé hacer nada fuera de escribir, bailar y cocinar. Creo firmemente en la amistad, el amor y la generosidad; y creo que es importante, lo más importante, saber que las cosas son nuestras solamente cuando las compartimos y no han nacido de las hambres ajenas.

Jorge Salazar, Miraflores, 18 de febrero de 2008.
Del prólogo de “Coma y Punto” (Aguilar, 2015)