Sucedió en el verano de 1947, tenía siete
años. Hasta hoy no consigo ampararme de aquella tormenta; todavía me oprime
aquel día en que mi madre intentó hacerme comprender que por razones de salud,
su asma, tendríamos que separarnos.
Mi mamá se marchaba a Chosica. Mi padre
se quedaría conmigo en esa casa larga y húmeda. Tendría que ser obediente…
fueron sus últimas palabras. Me besó para luego asomar la belleza de su rostro
por la ventanilla del coche. Yo ya había llegado hasta mi balcón, donde me
atornillé con los ojos abiertos y vaciados. El auto arrancó y se marchó.
Mientras contemplaba cómo desaparecía el
vehículo, sentí que una mano cogía fuertemente mi cintura. Era mi ama, Adela,
que me asía con fuerza para evitar, supongo, que me lanzara desde mi atalaya.
Pero eso no podía ocurrir, empezaba a vivir en mi país, es decir a maldecir a
dios.
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El pequeño Coco con su mamá Luz |
Me sentía radiante observando el
chisporroteo que brotaba de los carbones encendidos, las llamas reverberaban
sobre los rostros de esas sacerdotisas. Me pasaba horas y horas con la mirada
fija en el fuego, esperando no sé qué milagro. Salía de allí feliz, con los
ojos enrojecidos y el rostro cubierto de cenizas.
Apagados los adioses, empecé a
conformarme con imaginar el reencuentro con mi madre, a esperar el día
siguiente y el milagro de su cariño. Tuve que esperar mucho; pero aprendí
creo, a vivir lo cotidiano con la esperanza de un mañana encendido como ese
fuego que abriga y da vida. Pienso que así empezó todo.
He viajado desde temprano y no sé hacer
nada fuera de escribir, bailar y cocinar. Creo firmemente en la amistad, el
amor y la generosidad; y creo que es importante, lo más importante, saber que
las cosas son nuestras solamente cuando las compartimos y no han nacido de las
hambres ajenas.
Jorge Salazar, Miraflores, 18 de febrero
de 2008.
Del prólogo de “Coma y Punto” (Aguilar, 2015)