El periodismo reclama al recientemente fallecido Jorge Salazar como uno de los suyos, y por cierto de los mejores. Pero mi experiencia personal con él es otra, y no puedo evitar verlo como todo un escritor.
A mis inocentes 17 años yo coqueteaba con la literatura. Pensaba que podía llegar ser un novelista (y no un telenovelista, como felizmente sucedió) y fue entonces cuando cayó en mis manos "La ópera de los fantasmas", su estupenda novela que ganó el premio Casa de las Américas. Trataba sobre la tragedia del Estadio Nacional en 1964, y era un libro justo como los que yo soñaba escribir: coral, político, basado en la realidad, con elaborada técnica y a la vez muy entretenido.
Me volví su admirador, y no encontré mejor manera de demostrárselo cuatro años después, cuando publiqué mi primer –y único– libro de cuentos y le pedí que me haga la presentación. Salazar aceptó gustoso, pero le sorprendió. Entonces él tenía más o menos mi edad de hoy, y tuve la leve impresión de que él mismo no se consideraba un escritor "serio", como lo era sin la menor duda ante mis ojos, pues yo estaba muy orgulloso de que hubiera aceptado con tanta generosidad.
Por eso me irritó que un diario que se considera muy importante reseñara la noticia de su muerte en una nota muy pequeña, y ese día le haya dedicado su portada a un jovencísimo artista plástico, con fotografía a toda página. Quizá porque Salazar no era guapo, ni sofisticado, ni pertenecía a las argollas del "buen gusto", y de repente ni se preocupaba por esas nimiedades, no lo sé. Él solo era, ni más ni menos, un excelente escritor sin importar el género que cultivara, y yo me siento muy agradecido por esa presentación de libro hace 23 años. Tenía que decirlo, aunque él ya no pueda leer estas líneas. A veces me gusta creer que los fantasmas nos rondan por un tiempo antes de diluirse en el Cosmos y pueden vernos, como los muertos del estadio en la ópera que escribió. Nos vemos, Jorge.