La generosidad del maestro, Jorge Salazar

Por Jaime Bedoya

Jorge Salazar (Holanda, 1969)
Lo admirable es que, con todo lo que sabe de comida, Jorge Salazar come poco. Gastrónomo pionero a años luz de la actual novelería culinaria, cada vez que hemos compartido una mesa no ha dejado de sorprenderme los pocos bocados con los que se satisface, dejando sutilmente a entender que el mortal y común apetito que nos lleva a coger los cubiertos no es la única ni menos aún la principal razón por la que Salazar rinde culto a las tres comidas diarias, que a veces es solo una, pero suficiente. 

Su deleite y ritual gastronómico se inicia con una honda contemplación del plato, en busca de la genealogía e historia que lo hace apetecible. Al iniciarse esta pesquisa –digamos, a partir de una pizca de tausí apenas percibible sobre un ala de pichón– vertiginosamente se sumerge en los miles de años que puedan haber detrás de la incorporación de un condimento otrora salvaje a la refinación culinaria, recreando en breves estampas animadas que a veces comparte y otras también, algún suceso histórico que tuviera dicho alimento como marco digestivo de fondo, que al entendimiento y argumentación de Salazar se hace protagonista principal por encima del hecho mismo.

Así, el inicio del poderoso Imperio Romano al concretar el dominio militar de Egipto a través de cruentas batallas, no es en verdad sino un pretexto por controlar el crujiente pan que se lograba con el dorado trigo del Nilo. Pan, luego imperio.

Cuando esto sucede y sucede siempre, el restaurante, el chifita de barrio, la modesta mesa de cocina –no importa el lugar–, se ve honrada por la presencia de ilustres espontáneos que nadie, salvo Salazar, podría invitar: faraones egipcios de paladar eterno, esclavos persas de papilas liberadas, algún apóstol goloso, o un guillotinado aristócrata francés, cabeza en mano, en busca de la mayonesa perfecta. Luego, con la misma velocidad con la que fueron convocados desaparecen hasta la próxima cita invisible. Acudirán puntuales como el hambre.

No me consta que esto suceda cuando Salazar come solo. Aunque dudo que alguna vez coma solo. En un país dolorosamente hambriento como el nuestro, en que el conocimiento gastronómico pasa por elitismo culturoso, moda de bolsillo caro, falso lujo del que recién aprende a comer sentado; para Jorge Salazar, y esto es aún más admirable, compartir una mesa es el mejor de los sabores posibles. A la mesa los hombres se hacen hermanos, dice. Tal vez por eso come poco, para que los demás prueben y sepan del placer que él conoce como mejor alimento que nos da la historia, nos da el comer, nos da el vivir; la generosidad. A la mesa y fuera de ella.