Memorias y aroma de Pasión

Qué podría hacer si yo siento que cargo con la infancia y con el barrio en mi sangre. Hay días, noches, en que esas figuras que vienen del pasado no dejan de deambular por mi mente, y es allí, en medio de agitaciones, que intento que la memoria dé un giro hacia otros lados; pero no, el fantasma de Pasión no me da tregua. Lo veo sentado en ese trozo de sardinel que todavía hace frente diagonal con el Jardín Botánico. Esa esquina era una especie de púlpito o plataforma desde donde Pasión lanzaba sus rencorosos anatemas y mentadas de madre contra la japonesa María, que regentaba la chingana al lado del callejón La Estrella. Especie de corral de guapos y criollos, donde por igual concurrían la gallardía de Tatán, las vocecitas infantiles de los hermanos Caitro Soto y la sórdida degradación de los alcohólicos que apuraban copas de azulado ron de quemar. Coma. 

II 

Dicen que Pasión a veces intentaba hacer una especie de borrón y cuenta nueva con la japonesa, pero la buena memoria del rencor se lo impedía. Algunos especulaban con el origen de ese odio. El zambo Montero, que en paz descanse, contaba que el papá de Pasión había sido un gran cocinero, tan bueno con las ollas y las salsas que un día se lo llevaron a un reputado hotel de un balneario de Uruguay. Bastantes años después, el hombre apareció por el barrio. Volvió al mismo cuarto del callejón con un chiquillo de cuatro años, bien escurrido de carnes, devorador de sus propias uñas y ligero acento foráneo al hablar. Pasión, que por esas edades no se llamaba Pasión, era José Luis y de sus ojos verdioscuros saltaban chispas de viveza y lozanía. Esos días, años, fueron su calvario. El papá de Pasión se incendió las entrañas. Se quemó en el azulado ron de quemar que vendía la japonesa. Es decir, murió de “diablos azules”, que es como se le llama al delirium tremens en los Barrios Altos. Coma. 

III 

Peleador y silencioso, Pasión no se parecía a ningún marica conocido ni se juntaba con ellos. Cocinaba como los dioses, coleccionaba libros, confiaba en la baraja y en sus puños. Era nuestra fiesta, la de los más chicos, pues nadie nos contaba historias más bellas ni nos invitaba postres más ricos. A veces se vestía de mujer y decían en los Barrios Altos que parecía una reina: sinuoso, elegante y de trancos pausados. “Me voy a un baile”, se despedía, y desaparecía. Pasaban hasta diez días sin noticias de Pasión, sin el olor se su comida; pero cuando menos se lo esperaba, allí lo teníamos a la sombra de la noche, con un ojo morado, sentado en el sardinel cantando con la guitarra para esconder sus tristezas. A veces, cuando andaba fregado de plata y sin partidas de casino, se ofrecía para cocinar. Así algunos domingos caía por mi casa, se ponía un mandil floreado y preparaba papas romanas y gallina a la francesa, o una sopa boullabaise, platos que habían sido secreto de su padre. Nunca probó bocado de sus delicias: es que era mujer de poco comer, mucho pelear y ningún beber, decía él. Coma. 

IV 

Mientras Pasión cocinaba, volcaba sobre mi madre otra gama de historias: “¿Sabía usted, señora, que los soldados de Julio César, antes de ir a sus mortales combates, preparaban banquetes, se maquillaban y se perfumaban? ¿Sabe usted, señora, quién fue Lúculo?” Y mi buena madre, con la boca abierta. Uno de esos domingos de ollas y cazuelas, mi madre se dio maña para preguntarle acerca de su rencor hacia la japonesa María. Sorprendido, primero miró al vacío; luego, con la cara mojada de lágrimas, dijo algo como: “Si ahora yo tuviese toda la plata que se gastó mi papá en ese maldito ron de quemar, hoy día, señora, estaría hablando con una mujer casada, dueña de un gran restaurante. Si usted viese los pretendientes que me salen”. Por la tarde escuché a mi mamá decirle a mi papá que Pasión era un tipo muy especial, de sabiduría resignada. Coma. 

Una noche de verano, después de una de sus clásicas desapariciones, José Luis volvió más magullado que nunca. Pero igual no dejó de hacer lo suyo: cantó con su guitarra, declamó poemas de puñales y servidumbres que imponen los compromisos de la sangre y el amor. Nos invitó dulces manjares que él había preparado. Habló algo confusamente de un gringo, un novio que era casado y con hijos... A pesar de los quiñes del rostro se le veía elegantísimo. Luego pidió dar la mano, uno por uno, a todos los muchachos. Después, trancaría por dentro la puerta de su cuarto. Aunque junto con los policías también vinieron periodistas, los diarios de los días siguientes nunca sacaron nada sobre Pasión. Las radios tampoco lo mencionaron. Será por eso que ahora les regalo la noticia. Más vale tarde que nunca, así decía. Punto. 


Jorge Salazar. Coma y Punto (Aguilar, 2015, Penguin Random House)