Para el hombre de Occidente,
China siempre fue una tierra alejada, exótica y misteriosa. Un país donde todo
es diferente; los libros se abren al revés y se lee verticalmente y de derecha
a izquierda. El blanco es el color para vestir de luto y se permanece con el
sombrero puesto en señal de respeto, en lugar de descubrirse la cabeza. La
lista para señalar los contrastes entre lo chino y lo occidental, bien podría
llenar un gordo volumen. Sin embargo, pese a que nos sacamos el sombrero como
una forma de atención y que el color negro es símbolo de luto, China no es un
ente tan distante, más bien es todo lo contrario y allí está la mesa para
probarlo y el chifa nuestro de cada noche. Paraíso de dioses, héroes y
leyendas, China es también muestra de la mayor perfección gastronómica
alcanzada por la humanidad en toda la historia. Y lo que es mejor: esa cocina,
originalísima por donde se le mire, tiene como elemento principal al arroz.
II
Si hubo alguna vez en mi existencia una mesa con sinónimo
de felicidad, esa fue la de los chifas de mi infancia. Estoy seguro que en ese
sentimiento coincido con la gente de mi generación. Creo, por otro lado, que no
hay nostalgia por lo lejano cuando hablamos con alegría del viejo barrio chino
de Lima y, particularmente, de la calle del Capón, donde según la historia, se
abrió allá por 1921 el primer chifa de la ciudad de los Virreyes. Pero aprender
a comer pato pekinés con palitos de marfil no era el único encanto de esa edad
que no termina de perderse. Más allá de la gloria que significaba sentarse en
una mesa en compañía familiar, la jornada sumaba otros atractivos: el Buda de
porcelana de vientre redondo y pequeños pendones multicolores a su alrededor,
junto a majestuosos dragones de jade, formaban parte de la coreografía del bar
y los pasadizos del restaurante. Pero eso no era todo: biombos forrados de seda
sobre los cuales se habían bordado cigüeñas de dulces ojos. Así, ese decorado
le brindaba a uno la ilusión de haberse metido dentro del mundo sereno,
grandioso e inmutable de la vieja China.
III
La geografía del País de la Seda es un vasto universo
compuesto por altísimas montañas e interminables desiertos; inmensos ríos y
fértiles valles que han permitido una riqueza natural que es la base para el
desarrollo de una cocina a la vez ejemplar, inimitable y que gira alrededor del
arroz. El filósofo Kong-Fu-Tsu, mejor conocido como Confucio, dice: “Una cocina sin arroz es como una mujer
hermosa a la que le falta un ojo.” Conocedores o no de Confucio, lo cierto
es que los inmigrantes chinos llegados interrumpidamente al Perú, son de alguna
manera responsables de que el arroz constituya para los peruanos de hoy una
especie de pan de cada día que acompaña cualquier potaje.
IV
Luego, el caminar por esas calles de tiendas abigarradas
donde se vendían cosas que no se veían en ningún otro sitio: máscaras, dragones
de fieltro, pájaros, violines de tres cuerdas, abanicos, faroles de
papel, varillas de incienso, Budas de marfil o metal; y por supuesto, las
tiendas donde se expendían patos y
gallinas doradas por el horneado con laca. De alguna manera, los
peruanos que comíamos chifa y caminábamos por esas calles sabíamos que aquellos
que decían que la China era un pueblo de gente resignada y fatalista, mentían.
Eso lo supimos quienes fuimos desde muy temprano a comer al Kuong-Tong,
Ton-Quin-Sen y San-Joy-Lao. Estas líneas quieren dar fe a ello.
(del libro "Crónicas gastronómicas" de Jorge Salazar)