por Jaime Bedoya
Sentado en un escritorio con una pierna ensortijada en torno a la otra cual enredadera de tibia y peroné, el cuello en diagonal, largo el parpadeo, Jorge Salazar dio una pitada al cigarro para preguntar qué se me ofrecía. Era 1985 y se me ofrecía buscar trabajo. Ni tanto. Con una oportunidad bastaba.
Los italianos Bud Spencer y Terence Hill, acompañados por el elenco de actores, en Almería, España. Coco, Jorge Salazar, parado a la derecha.
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Sentado en un escritorio con una pierna ensortijada en torno a la otra cual enredadera de tibia y peroné, el cuello en diagonal, largo el parpadeo, Jorge Salazar dio una pitada al cigarro para preguntar qué se me ofrecía. Era 1985 y se me ofrecía buscar trabajo. Ni tanto. Con una oportunidad bastaba.
Él hacía no poco tiempo había cobijado a un grupo de periodistas jóvenes –Gonzalo Rojas, Mariana Creimerman, Tomás D´Ornellas–, que junto con él mismo y bajo el anagrama de Rosa Creidor había honrado la legendaria escuela de la revista. De ese equipo solo quedaban escritorios vacíos y fotos a punto de caerse de un panel de tecnopor. Luego de oír un intenso y olvidable alegato hizo una sola pregunta:
–¿Sabes que este trabajo puede volverte loco, no?
–Eso no es un problema, respondí.
Acto seguido era enrolado como meritorio de las secciones Concurso Canalla y Amenidades. Un desconocido de mirada ruda y huesos elásticos me daba la oportunidad de mi vida: Inventar la vida privada de la calata de la penúltima página.
Junto con la redaccion de los brevísimos textos que acompañaban El Concurso Canalla, aparentemente la intrascendencia periodística estaba asegurada. Jorge me demostró lo contrario. En diez líneas tenía que lograr un texto que sin noticia alguna atrapara al lector por sí mismo: el lenguaje era su propio tema. No tenía la menor idea ni capacidad para hacer eso. Percatado de mi orfandad Jorge bombardeó mi cabeza con lecturas e ideas de lo que él tenía por nociones básicas del oficio; y de la vida por extensión.
La magia de la palabra era una de ellas.
Obsesionado ya con la vida de Jesús citaba recurrentemente las escenas bíblicas donde el milagro sucedía a consecuencia del verbo: Levántate, camina; ¡mira!, tú que eres ciego. La palabra precisa y bien dicha tenía el poder de insuflarle vida hasta a una bidimensional mujer desnuda. Qué no podría hacer en un reportaje.
Su otro tema, el arte de amar a la mujer. Tomé notas, pero pretencioso sería creer poder abarcar la complejidad de su teoría y praxis. Solo diría que en ella había de Jean Valjean, son cubano, Changó, Antoñito el Camborio, Berlín Oriental, Herodoto, el muelle de Brighton, Borges, y chifas, todos los chifas del mundo.
En el chifa el verbo se hacía carne –v. gr., pichón–. En el chifa los platos no eran de nadie sino de todos. Y en el chifa las mujeres, iluminadas por la combinación única de luz fluorescente reflejada sobre sillaus y tamarindos, refulgían en irrepetibles tonalidades chinescas. Y si no había mujeres, la comida siempre era magnifica.
Guiado por Jorge trapeé la cubierta de las últimas páginas de Caretas durante más de un año como feliz aprendiz. Alguien acabó leyéndolo y conseguí trabajo de periodista. Ahora me doy cuenta que eso era lo que Jorge tenía en mente. No volverme periodista. Sino que aprendiera a trapear con orgullo y sin vergüenza.
Al hacernos amigos lo empecé a llamar como lo llamaban todos, Coco. Pero jamás dejé de verlo como jefe y maestro.
Había leído sus libros y lo tenía por escritor notable, naturalmente ninguneado, lo que tampoco le quitaba el sueño. Reaccionaba así a una sociedad enfermamente racista y despreciativa hacia todo lo que no sea blanco y homogenizado. Inclusive ahora, en la hora de su muerte, se preguntan cómo una rubia pudo fijarse en él, culto, leído, viajado, pero azambado.
Su biografía improbable, de niño chosicano, extra de películas en España, estudiante de tweed en Inglaterra, tahúr perdido entre el póquer de La Victoria y la pelousse de Monterrico, asaltante de bancos por la revolución cubana, el temido Rayo que dejaba en la quiebra a los timberos de diagramación en Caretas, y más, le confería el salvoconducto de discurrir fluidamente y con una sonrisa la porosa frontera entre realidad y ficción; pero cuando sucedían en estado silvestre era magia.
Sucedió en Perulandia Park, fallido parque de diversiones de su natal Chosica, cuando improvisaba la génesis a sus tristes juegos. Sucedió en Nieve Nieve, pueblo fantasma vecino a Santa Rosa de Chontay donde con una tira de carne escuálida hizo un lomito saltado alucinante para media docena de comensales del fundo Sierra Morena. Sucedió en el chifa bailable El Dorado, vetusto último piso de un edificio en Arenales donde con Aída, Gabriela y Coco se nos ocurrió, vestidos de gala un día cualquiera, presentarnos como delincuentes con el natural resultado de ser tratados como nunca antes se nos había tratado en la vida. Por sus otras obsesiones, a saber la muerte, el fútbol y ciertos rencores que él mismo decía arrastrar de mil vidas anteriores, nunca pude interesarme.
Conocí al mejor Coco.
Había leído sus libros y lo tenía por escritor notable, naturalmente ninguneado, lo que tampoco le quitaba el sueño. Reaccionaba así a una sociedad enfermamente racista y despreciativa hacia todo lo que no sea blanco y homogenizado. Inclusive ahora, en la hora de su muerte, se preguntan cómo una rubia pudo fijarse en él, culto, leído, viajado, pero azambado.
Sucedió en Perulandia Park, fallido parque de diversiones de su natal Chosica, cuando improvisaba la génesis a sus tristes juegos. Sucedió en Nieve Nieve, pueblo fantasma vecino a Santa Rosa de Chontay donde con una tira de carne escuálida hizo un lomito saltado alucinante para media docena de comensales del fundo Sierra Morena. Sucedió en el chifa bailable El Dorado, vetusto último piso de un edificio en Arenales donde con Aída, Gabriela y Coco se nos ocurrió, vestidos de gala un día cualquiera, presentarnos como delincuentes con el natural resultado de ser tratados como nunca antes se nos había tratado en la vida. Por sus otras obsesiones, a saber la muerte, el fútbol y ciertos rencores que él mismo decía arrastrar de mil vidas anteriores, nunca pude interesarme.
Conocí al mejor Coco.
Su enfermedad fue larga y dolorosa. Si tanto aguantó creo que fue al comprobar que amigos y alumnos eran su familia, cariñosa solidaridad que era cosecha de su bizarra y desmedida generosidad. Entre cirujías y el marcapasos con resucitador que le dio un tiempo extra fue grato verlo con sentido del humor y escribiendo, amparado por el inacabable y guerrero afecto de Elma y la paciencia de Edgardo. Debiéndole una visita –teníamos pendiente ver un dvd pirata sobre la vida de Gengis Khan y, si aguantaba, El Resplandor– su muerte me sorprendió a bordo de un avión. Los buenos recuerdos y la gratitud volaban sobre un oscuro cielo de pena.
Felices los que nacen sabiendo. Nunca tendrán que agradecerle nada a nadie. Para los demás, con suerte, alguien se nos cruzará en la vida para hacernos ver que aquí se viene a aprender. A ti Coco te digo gracias. Anda separando una mesa grande en un chifita del otro lado.
Foto: Archivo personal de Ricardo Mitsuya
Foto: Archivo personal de Ricardo Mitsuya